Acabar con el centralismo bogotano
Uno de los mitos sobre los que se fundó la República en Colombia fue el del reclamo de mayor autonomía territorial para la toma de decisiones políticas y administrativas. Con ese grito de batalla los próceres de la independencia emprendieron la arremetida contra don Fernando VII y sus cortes, teniendo el mito tanto éxito que gracias a él celebramos ya el bicentenario de la “gloriosa” República que, precisamente, y en función de la disputa interna por conquistar la autonomía de los territorios sufrió al menos 9 guerras civiles en los primeros 80 años del siglo XIX, lo que desde luego justificó el título de Patria Boba que se le adjudicó al primer periodo de nuestra era republicana.
En 1886 con la Constitución recién expedida bajo el auspicio de don Rafael Núñez, todo parecía indicar que se había encontrado la justa receta para resolver nuestras diferencias como Nación sobre la forma en que se debía gestionar la relación entre territorio, poder y representación, y en virtud de ello se estableció el principio rector de la gobernabilidad territorial: centralización política y descentralización administrativa. Lo primero se cumplió a rajatabla y lo segundo sigue siendo aún una promesa incumplida, pese a que con la Constitución de 1991 se enfatizó, se juró y se gritó a todo pulmón normativo que: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales…” y bla, bla, bla.
Hoy, 32 años después de la Carta del 91 y transcurridos 137 años de la Constitución de 1886, los colombianos seguimos observando cómo los grandes temas que nos afectan en nuestros territorios municipales y departamentales se siguen tratando y decidiendo desde un escritorio en Bogotá.
Así sucede hoy con las grandes reformas en marcha. En efecto, la voz de los territorios ha sido absolutamente ignorada en la reforma a la salud, en la reforma tributaria, en la reforma laboral y en la tramitación de los megaproyectos mineros.
La participación de los territorios en las decisiones que los afecta debe ser entendida como una manifestación viva del clamor cívico que demanda aumentar los niveles reales de democracia participativa, pues el sentido y naturaleza del principio de autonomía territorial radica precisamente allí, en el deseo legítimo de respeto a la dignidad del ciudadano que se concreta en la atención y garantía del mandato popular expresado en la frase: “nada por nosotros, sin nosotros”.
Sí. Es claro que el principio de autonomía territorial no es un fin en sí mismo, sino un medio para aumentar la democratización de la acción pública que se refleja en la participación viva de la ciudadanía en la construcción de las decisiones estatales, pues, aunque paradójico, es verdad, que muchos gobernantes de las entidades territoriales quieren más autonomía con relación al gobierno central, pero no están dispuestos a concederla a sus ciudadanos y territorios.
Sin autonomía territorial no hay democracia real y sin democracia real no hay legitimidad del poder público. Hoy en los tiempos plenos de la sociedad de la información y de la interconexión permanente, un poder sin legitimidad es un poder sobre el que pesa la amenaza latente de extinción y ello trae consigo la inevitable incertidumbre sobre nuestro futuro como civilización.